miércoles, 22 de junio de 2011

El espejo de Matsuyama 1ª parte

Mucho tiempo ha vivían dos jóvenes esposos en
lugar muy apartado y rústico. Tenían una hija y ambos
la amaban de todo corazón. No diré los nombres
de marido y mujer, que ya cayeron en olvido,
pero diré que el sitio en que vivían se llamaba Matsuyama,
en la provincia de Echigo.
Hubo de acontecer, cuando la niña era aún muy
pequeñita, que el padre se vio obligado a ir a la gran
ciudad, capital del Imperio. Como era tan lejos, ni la
madre ni la niña podían acompañarle, y él se fue
solo, despidiéndose de ellas y prometiendo traerles,
a la vuelta, muy lindos regalos.
La madre no había ido nunca más allá de la cercana
aldea, y así no podía desechar cierto temor al
considerar que su marido emprendía tan largo viaje;
pero al mismo tiempo sentía orgullosa satisfacción
de que fuese él, por todos aquellos contornos, el
primer hombre que iba a la rica ciudad, donde el reyy los magnates habitaban, y donde había que ver
tantos primores y maravillas.
En fin, cuando supo la mujer que volvía su marido,
vistió a la niña de gala, lo mejor que pudo, y
ella se vistió un precioso traje azul que sabía que a él
le gustaba en extremo.
No atino a encarecer el contento de esta buena
mujer cuando vio al marido volver a casa sano y
salvo. La chiquitina daba palmadas y sonreía con
deleite al ver los juguetes que su padre le trajo. Y él
no se hartaba de contar las cosas extraordinarias que
había visto durante la peregrinación y en la capital
misma.
-A ti -dijo a su mujer- te he traído un objeto de
extraño mérito; se llama espejo. Míralo y dime qué
ves dentro.
Le dio entonces una cajita chata, de madera
blanca, donde, cuando la abrió ella, encontró un
disco de metal. Por un lado era blanco como plata
mate, con adornos en realce de pájaros y flores, y
por el otro, brillante y pulido como cristal. Allí miró
la joven esposa con placer y asombro, porque desde
su profundidad vio que la miraba, con labios entreabiertos
y ojos animados, un rostro que alegre
sonreía.

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